EXPRESIÓN NAVIDEÑA

Se olfateaba la inquietud que pululaba en toda la casa. Las prisas del último momento, la familia estaba a punto de llegar, mientras su padre terminaba los retoques de la mesa navideña y la abuela vigilaba el asado.

Paula buscaba con insistencia el secador de pelo para terminar de acicalarse aquella noche, y al entrar en el salón lo encontró sobre la silla de ruedas de su hermano pequeño. Lo había dejado allí al encender las luces del nacimiento, entonces una sombra le abrió los ojos. David no cenaría esa noche en la mesa familiar, de hecho, su madre le estaba dando ya la cena en su cama.

¡De repente! Todo se apagó, el Belén, las flores de Pascua, el mantel rojo ribeteado por una orla dorada, las bandejas de dulces que esperaban su turno en el mueble. Y en esa oscuridad empezó a preguntarse por el sentido auténtico sentido que tenía todo aquello.

Pensó que, María recién parida no tendría mucho apetito, le bastaba la adoración a su hijo, y el niño lo que más necesitaba era calor, San José cuidaría de los dos con amor de padre. Nada concordaba con lo que había en la habitación. Tampoco su Belén, con un manto aterciopelado para la Virgen, la trabajada cuna del niño, o un establo, ¡tal vez! abierto para exhibición de los que sólo observan. Su madre era la única que alimentaba y acompañaba a su hermano aquella noche, en una habitación sin ornamentos, dónde quizás el Niño se disponía a nacer.

Entonces comprendió que a Dios más que observarlo, hay que quererlo. Celebrarlo sí, pero con su materia propia, el amor. Un amor que nos pide entregarlo al prójimo. Taladrar la piel del otro para poner un trocito de la nuestra en él. Porque así nace de nuevo cada año un Dios que busca un sitio en nuestro regazo, un hueco en un corazón abierto, lo demás es ruido, envoltorio de una caja que debemos procurar tener siempre llena con la plenitud de nuestra vida.

Elisa González Gamo